En la moda es difícil elegir un momento concreto que haya cambiado su historia, pero el preestreno en Londres de Cuatro bodas y un funeral marcó un antes y un después. Liz Hurley, entonces una actriz poco conocida, acompañó a su novio Hugh Grant a la premiere con un vestido negro de Versace sujeto con imperdibles. «En aquella época apenas sobrevivía como actriz y no tenía dinero para un vestido. Me dijeron que preguntara en una agencia de representación. Llamamos y tenían uno disponible», contó Liz. Fue a recogerlo en metro, en una simple bolsa de plástico. «Nunca había oído hablar de Versace. Tenía poca tela, pero me agaché y me estiré, y todo se quedó en su sitio».
Al día siguiente, las fotos de Liz y su vestido estaban en todas las portadas. «Lo miraba y pensaba: ¿qué está pasando? Era un vestido atrevido, pero no entendía tanto revuelo». En cuestión de horas, su imagen elevó su estatus y puso a Versace en boca de todos. Vogue tomó nota. «Este vestido demostró que la gente ansiaba glamour y sensualidad, justo lo que Anna Wintour buscaba», recordó Hamish Bowles. Así, la revista apostó por revivir la elegancia y el poder femenino en contraposición al grunge, una estética que nunca había encajado con su visión.


Al día siguiente, las fotos de Liz y su vestido estaban en todas las portadas. «Lo miraba y pensaba: ¿qué está pasando? Era un vestido atrevido, pero no entendía tanto revuelo». En cuestión de horas, su imagen elevó su estatus y puso a Versace en boca de todos. Vogue tomó nota. «Este vestido demostró que la gente ansiaba glamour y sensualidad, justo lo que Anna Wintour buscaba», recordó Hamish Bowles. Así, la revista apostó por revivir la elegancia y el poder femenino en contraposición al grunge, una estética que nunca había encajado con su visión.
En los años 90, las alfombras rojas eran mucho más informales. «Muchas actrices temían que la moda les restara credibilidad», explicó el diseñador Michael Kors. Pero poco a poco, el glamour fue ganando espacio. Vogue buscaba a alguien que impulsara esta imagen y un diseñador que lo respaldara.




Por aquel entonces, la moda italiana tenía fama de ostentosa, con pieles, lentejuelas y colores llamativos. Sin embargo, en la Fashion Week de 1995, Tom Ford, entonces director creativo de Gucci, rompió con esa percepción. Su desfile fue cinematográfico: iluminación tenue, focos directos a la pasarela y modelos sofisticadas con un aire setentero. «Nunca había estado tan emocionada», recordó una espectadora. Ford presentó camisas de satén abiertas, pantalones de pana y una sensualidad refinada. «Captó el espíritu de la época. Más que diseñar ropa, entendió a una generación que crecía», se dijo tras el desfile. Con él, el grunge quedó oficialmente atrás y el glamour volvió a reinar.



El éxito de Ford se consolidó cuando Madonna llevó una de sus camisas de satén a los MTV Awards. «Al día siguiente, mi showroom estaba repleto», contó el diseñador. La combinación entre la estrella del momento y el diseñador en ascenso fue explosiva. La moda y el cine se entrelazaban cada vez más.
En 1996, este fenómeno se acentuó. Gwyneth Paltrow, sin estilista personal, pidió directamente un traje de terciopelo a Tom Ford para una premiere. Después de lucirlo, Vogue la llamó para protagonizar una portada. «Las actrices de mi generación me imitaban, era algo natural», confesó. Pero posar para la revista no era sencillo. «No eran modelos. Decíamos que era un reportaje normal para que no se bloquearan», reveló un editor. Durante una sesión, Brad Pitt, su entonces pareja, apareció en el set. Así nació una de las sesiones más icónicas de Vogue.


El cine y la moda se fusionaban en todos los ámbitos. «En los 90 vivíamos en Miami mientras producíamos Romeo y Julieta«, contaron el director Baz Luhrmann y la diseñadora Catherine Martin. «Cada mañana veíamos a Gianni Versace salir a desayunar al Pelican Café. La estética italiana, el glamour y la moda influyeron en la película». Miuccia Prada, que nunca había diseñado para cine, aceptó participar porque el proyecto narraba la historia de una forma innovadora. Diseñó el icónico traje azul que Leonardo DiCaprio lleva en la boda de Romeo y Julieta. Prada apostaba por una estética diferente a la de Ford: estampados setenteros, casi kitsch, con una confección impecable. Al principio, la prensa no lo entendió, pero las mujeres sí. Prada se convirtió en la firma de las más modernas, desde Kate Moss hasta Madonna.
Mientras tanto, la alta costura francesa se mantenía rígida. En los 90, París parecía ajeno a la revolución de Hollywood. Pero todo cambió cuando John Galliano llegó a Dior. Su primer encargo fue diseñar un vestido para la princesa Diana en la Met Gala de Nueva York. «Después de eso, sabíamos que teníamos una tarea titánica por delante», reconoció Galliano. Para consolidar su impacto, necesitaba a una estrella. Se acercaban los Óscar y pensó en Nicole Kidman.
Kidman, inicialmente insegura sobre su físico, aceptó el reto. «Siempre quise medir 1,60 y tener curvas, pero de repente, con 1,80 y siendo delgada, me querían vestir», recordó. Para la gala de 1997, Galliano creó un vestido de alta costura color mostaza con bordados florales. Aunque su equipo dudaba,






Los años 90 marcaron un antes y un después en la relación entre la moda y el cine. Lo que comenzó con un vestido de Versace en una alfombra roja evolucionó hasta convertirse en una estrategia clave para las marcas de lujo. Diseñadores como Tom Ford, Miuccia Prada y John Galliano supieron aprovechar el poder de la fama, llevando la alta costura más allá de las pasarelas y convirtiéndola en parte del imaginario colectivo. La moda dejó de ser solo ropa para convertirse en un fenómeno cultural impulsado por Hollywood.
Pero, ¿fue este el inicio de una nueva era dorada o el comienzo de la comercialización extrema de la moda?